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MI CRISTO ROTO

Carta de Cuaresma 2021 del P. Tomaž Mavrič, CM,


presidente del Comité Ejecutivo de la Familia Vicenciana

Roma, 10 de febrero de 2021


Queridos miembros de la Familia vicenciana,
¡La gracia y la paz de Jesús estén siempre
con nosotros!
Tras los acontecimientos dramáticos del
año pasado, mientras que los sufrimientos cau-
sados por las guerras, las catástrofes naturales
y la hambruna se han agravado por la pande-
mia de COVID-19, nuestra fe nos impulsa a
vivir este nuevo año 2021 en la esperanza, in-
cluso en las situaciones que son, humanamente
hablando, desesperadas.
En este comienzo de la Cuaresma, prose-
guimos nuestra reflexión sobre los fundamen-
tos que hicieron de San Vicente de Paúl un
«místico de la Caridad» y precisamente sobre
su relación, y la nuestra, con el Cristo desfi-
gurado, que comenzamos a considerar con el
icono del «Salvador de Zvenigorod».
Como escribía en la carta de Adviento del
año pasado, la persona de Jesús está en el co-
razón de la identidad de Vicente de Paúl como
místico de la Caridad, en el corazón de la es-
piritualidad y del carisma vicenciano. Jesús es
nuestra razón de ser y la persona cuya manera
de pensar, de sentir, de hablar y de actuar se
convierte en nuestro objetivo en la vida. Vicen-
te conocía la importancia de la familiaridad con
Jesús para la conversión personal y un fecundo

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ministerio: «Ni la filosofía, ni la teología, ni los discursos logran nada en las almas; es preciso
que Jesucristo trabaje con nosotros, o nosotros con él; que obremos en él, y él en nosotros; que
hablemos como él y con su espíritu, lo mismo que él estaba en su Padre y predicaba la doctrina
que le había enseñado».1
Si el icono del «Salvador de Zvenigorod» nos invita a contemplar el rostro de Jesús,
esta reflexión de Cuaresma nos invita a un diálogo con Jesús desfigurado. Hace unos 30
años, cayó en mis manos un libro escrito por un jesuita español, Ramón Cué, titulado Mi Cristo
roto. En la cubierta del libro estaba representado un crucifijo roto. A Cristo le faltaba una pierna,
así como su brazo derecho y los dedos de su mano izquierda; no tenía rostro y ni siquiera cruz.
Esta imagen llamó mi atención y su historia suscitó en mí el deseo de tener una representación
semejante.
Mi Cristo roto cuenta la historia de un sacerdote al que le gustaban las obras de arte. Un
día, cuando visitaba una tienda de antigüedades, vio una escultura, entre muchos cuadros bellos
y otras obras de arte, que llamó su atención enseguida. Era este crucifijo roto. Se trataba de
la obra de un artista muy conocido, seguía conservando su valor comercial, aunque estuviera
deteriorada.
Intrigó tanto al sacerdote que decidió comprarla y restaurarla para que recuperase
su belleza original. El restaurador al que se dirigió se dio cuenta de que hacía falta mucho tra-
bajo para reparar la escultura y, así pues, pidió una gran suma de dinero. El sacerdote no podía
pagar un precio tan elevado, así que decidió llevar a su casa, en aquel estado, al Cristo roto.
De regreso a su casa, en su habitación, mirando al Cristo roto, el sacerdote comenzó a sen-
tirse incómodo, hasta el punto de encolerizarse. Con una voz fuerte, preguntó: «¿Quién pudo
hacerte esto? ¿Quién pudo arrancarte tan brutalmente de la cruz? ¿Quién pudo desfigurar tu
rostro tan cruelmente?»
De repente, una voz viva y tajante dijo: «¡Cállate, preguntas demasiado!».
Esta voz penetrante asociada al cuerpo mutilado apenas calmó al sacerdote. Todavía im-
pactado tras haber oído hablar a Cristo, el sacerdote quiso reconfortarle y dijo con una voz tem-
blorosa: «Señor, tengo una idea que te gustará. Encontraré la manera de restaurarte. No quiero
verte tan mutilado. Ya verás, serás hermoso. Tú sabes que eres precioso. Tendrás una nueva
pierna, un nuevo brazo, nuevos dedos, una nueva cruz y, sobre todo, tendrás un nuevo rostro».
Una vez más, se oyó una voz y Cristo dijo con fuerza: «Me decepcionas. Hablas demasia-
do. ¡Te prohíbo que me restaures!»
Sorprendido por la energía y la firmeza del Cristo roto, el sacerdote replicó: «Señor, no te
comprendo. Va a ser para mí un continuo dolor verte roto y mutilado. ¿No comprendes que me
duele?»
El Señor respondió: «Eso es exactamente lo que quiero hacer. No me restaures. A ver si
viéndome así, te acuerdas de mis hermanos y hermanas que sufren y te duele. A ver si así, roto
y mutilado, te sirvo de clave para el dolor de los demás, el símbolo que gritará el dolor de mi
segunda Pasión, en mis hermanos y hermanas. ¡Déjame así, roto!¡Bésame roto!»
El sacerdote dijo: «Yo tengo un Cristo sin cruz. Algunas personas pueden tener una cruz
sin Cristo. Él no puede descansar sin cruz, y una cruz personal sólo puede ser llevada con

1 SVP XI/3, 236; conferencia 77, «Consejos a Antonio Durand».


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Cristo. Hemos empezado a buscar una cruz de madera para el Cristo roto, donde él pueda des-
cansar. Pero hemos encontrado nuestra cruz. Ponedlas juntas, y el Cristo estará completo. El
Cristo roto descansa en nuestra cruz, y nosotros llevaremos la cruz juntos».
Todavía incómodo, el sacerdote prosiguió su diálogo intenso con el Cristo: «Quisiera res-
taurar la mano que te falta». El Señor le respondió: «Yo no quiero un brazo de madera. Yo quie-
ro una verdadera mano de carne y hueso. Yo quiero que tú seas la mano que me falta. ¡Tú!»
«Señor, exclamó el sacerdote, tú sólo tienes una pierna. Ni siquiera puedes caminar solo.
Necesitas ayuda». Cristo respondió: «Necesito trabajar como lo hacía en Nazaret». El sacerdo-
te dijo: «Si quieres, estoy dispuesto a acompañarte a buscar trabajo. Sin embargo, te aviso de
que, en tu estado actual, a menos que te presentes como el mismo Cristo, nunca encontrarás
trabajo».
Cristo prohibió al sacerdote presentarle como Cristo. Juntos, fueron a muchas tiendas y
empresas, pero nadie le ofreció trabajo a Cristo. Cristo exclamó con un gran suspiro: «¿Cómo
se puede decir que se ama a Cristo y con el mismo corazón despreciar a los que buscan un tra-
bajo honrado? Yo soy ellos y ellos son yo».
El sacerdote se quejó: «¡Qué difícil me es amar a un Cristo sin rostro!». Pasó muchas
horas buscando un bello rostro adaptado a su Cristo roto, para aliviar su agitación interior,
pero Cristo dijo una vez más con una voz potente: «Yo quiero quedarme así, roto, sin rostro.
¿Por qué quieres restaurarme tú, por ti o por los demás? ¿Verme en este estado deteriorado te
incomoda?» Cristo dijo más suavemente: «Por favor, acéptame como soy. Acéptame roto,
acéptame sin rostro».
Cristo prosiguió: «¿Tienes un retrato de alguien a quien no amas, tu enemigo? Pon el
rostro de esta persona en mi rostro, pon los rostros de todas las personas más abandonadas,
rechazadas, pobres, en mi rostro. ¿Comprendes? Yo di mi vida por todos ellos. En mi rostro se
encuentran todos sus rostros. ¿Comprendes?»
Después de largas conversaciones con Cristo, al fin el sacerdote comprendió el men-
saje de Cristo y, con una voz dulce y llena de deseo, dijo: «¡Cristo, quisiera aceptar tu invi-
tación, pero por favor, ayúdame!¡Ayúdame!»
Después de varios años queriendo encontrar mi representación de un Cristo roto, al fin lle-
gó el día. Al acercarme a un edificio, de repente, miré a mi derecha y allí estaba: un Cristo roto.
No sé cómo llegó allí la escultura. A menudo pasaba frente a ese edificio, pero nunca antes había
visto ningún otro artículo viejo o roto colocado allí para que alguien se lo llevara.
Recuerdo mi emoción y mi impaciencia, preguntándome si se me permitiría tener esta es-
cultura. Después de pedir y recibir el permiso, rápidamente fui y me llevé el Cristo roto a casa.
Una vez en mi habitación con «mi Cristo roto», comencé a llorar. Desde ese día, nunca me ha
dejado.
¿Por qué he querido tener un Cristo roto? Naturalmente, como el sacerdote de la historia,
hubiera preferido un Cristo hermoso intacto en una bella cruz que pudiera ser colgada para ser
venerada. ¿De dónde viene entonces este deseo de encontrar un Cristo roto? Ciertamente no de
mí. La única respuesta que puedo encontrar es: esto viene de Cristo.
El Cristo roto se convierte ante nuestros ojos en un signo claro que sigue perturbando
nuestra paz y llamándonos a la conversión. Nos invita a un diálogo continuo con Él en el aquí y
ahora del mundo y de nuestras relaciones cotidianas. Este Cristo roto nos ayuda a acercarnos a

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Él con nuestra realidad humana, así como con la realidad de cada ser humano.
Cristo siempre está dispuesto a escuchar y a sugerir. Él sigue desafiándonos, pero con una
dulzura y una misericordia infinita, para responder a preguntas como: ¿Por qué piensas que la
gente me desfiguró tanto? ¿Te incomoda un Cristo roto? ¿Las personas rotas te hacen sentir
incómodo? ¿Qué podría conducir a un cambio de actitud hacia los que son considerados como
desfigurados? ¿Dónde te sitúas respecto a esta realidad?
El diálogo permanente de san Vicente con Jesús le inspiraba sus respuestas y sus consejos:
«¡Dios mío! ¡Qué hermoso sería ver a los pobres, considerándolos en Dios y en el aprecio
en que los tuvo Jesucristo! Pero, si los miramos con los sentimientos de la carne y del espíritu
mundano, nos parecerán despreciables»2.
«…Jesucristo ha muerto por nosotros, ¿no es eso bastante para estimar a una persona?
Jesús nos ha demostrado tanta estima que ha querido morir por nosotros, probando de esta
forma que nos ha estimado más que su preciosa sangre, que derramó para redimirnos, como si
quisiera demostrar así que más que a su sangre aprecia a todos los predestinados…»3
Mi propio Cristo roto, ya sea ante mis ojos o en mis pensamientos, me invita a un verdade-
ro diálogo. Que este tiempo de Cuaresma nos ayude a profundizar o simplemente a comenzar
una conversación con el Cristo roto, lo que ciertamente no nos dejará indiferentes.

Su hermano en san Vicente,

Tomaž Mavrič, CM

2 SVP XI/4, 725; conferencia 165, «Sobre el espíritu de fe».


3 SVP IX/2, 1040; conferencia 96, «Cordialidad, respeto, amistades particulares».
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